A escasas cuatro leguas de lo que hoy en día son las ruinas del famoso Puerto Humo de antaño, donde desembarcarían ilustres comerciantes, viajeros del extranjero, mujeres de la vida alegre, solteros en busca de aventuras y muchos campesinos que trasegaban sus productos desde el interior de Guanacaste hasta Puntarenas, se levantó siglos atrás el octavo cacicazgo más próspero de la región que no recuerdan los libros de historia, donde sobresalió la mítica pero olvidada figura del cacique Humo, cuyos dominios abarcaban hasta limitar con el cacicazgo de Nicopasaya, parte de lo que actualmente es el distrito San Antonio y el sector norte de Quebrada Honda de Nicoya.
En los tiempos esplendorosos de este famoso puerto, el más renombrado de Nicoya a lo largo del río Tempisque, desembarcaron un 8 de febrero de 1896 el obispo misionero e historiador Monseñor Thiel con su comitiva, dispuestos a realizar una travesía titánica en su segunda visita pastoral al territorio chorotega, iniciando en Nicoya, Santa Cruz y Filadelfia, continuando en Liberia, Bagaces y Cañas, y culminando con una gira al misterioso territorio de los Malekus, descendientes de los antiguos corobicíes de influencia inca que dormían en los árboles y huyeron de los españoles desde las faldas al oeste del volcán Tenorio donde vivían (Cañas) hasta adentrarse en la selva, más al noreste del volcán Arenal (territorio guatuso).
Fue precisamente en esta larga travesía cuando el cura Velazco, reconocido huaquero y comerciante de entierros indígenas, le contó al obispo sobre la leyenda de Humo, el cacique que dio nombre al mencionado puerto donde recién habían arribado desde Puntarenas, pero que sus hazañas nunca fueron narradas en los libros de historia, pues aunque fue también un valiente guerrero como los otros caciques chorotegas Nicoya, Nambí, Chira y Diriá, y que nunca se supo que fuera derrotado en una guerra, se transformó en un emisario amante de la paz y de la reconciliación entre los pueblos, trayendo tiempos de prosperidad a sus protegidos.
Nos remontamos a los tiempos de la conquista española del territorio chorotega conocido como La Gran Nicoya, lograda no con armas de hierro, espadas ni grandes ejércitos a caballo, pues los españoles eran tan pocos como los afluentes del Tempisque, sino con la guerra que bien podríamos llamar biológica, pues sus principales soldados fueron virus y bacterias, que lograron diezmar en Costa Rica una población aborigen que ascendía a unas 400 mil personas a comienzos del siglo XVI, hasta caer a 120 mil almas en 1569, y a tan solo diez mil individuos en 1611. Las epidemias biológicas traídas por los invasores españoles fueron el factor clave de su éxito, ya que el sistema inmunológico de los chorotegas fue incapaz de despertar las defensas naturales ante las nuevas enfermedades mortales: viruela, tifus, tosferina, sarampión y gripe…sin mencionar las enfermedades de transmisión sexual, todas inexistentes en estas tierras.
A pesar de estas enfermedades diabólicas traídas por los invasores extranjeros, el Cacique Humo y su pueblo habían logrado resistir más que sus vecinos de los otros siete cacicazgos de Nicoya, y contaba el cura Velazco que eso se debía a la inmunidad que les transmitía una planta de cáñamo de la familia cannabis que inhalaban, con mayor frecuencia en los ritos cultuales que celebraban en honor del río Tempisque, por varios días seguidos en dos ocasiones al año: al terminar la época de lluvias e inundaciones, para agradecerle el volver las tierras más fértiles, allá por el 12 de diciembre, y para suplicar el agua del cielo cuando el verano cruel resquebrajaba las tierras y secaba los ríos y lagunas; las abejas ya no producían miel y se comenzaban a morir los venados, cerdos, chompipes, conejos y tepezcuintes que eran su principal fuente alimenticia, además de los peces y moluscos del río. Eso sucedía allá por la luna llena entre marzo y abril. El instruido Obispo Thiel le replicó a su compañero de viaje: “Qué santa coincidencia, Padre. La celebración al final del invierno concuerda con nuestra fiesta guadalupana y la celebración del verano con la noche de Pascua”.
Y continuó el cura Velazco narrando su historia. La desgracia sobrevino al cacique Humo allá por los años 1717 a 1719, cuando estaba a punto de celebrar los 100 años de edad, una próspera vejez que era común entre sus súbditos hombres, más que entre las mujeres. El 8 de diciembre de 1717 su tercera esposa, Talolinga, que estaba a punto de concebirle su sétimo hijo, murió ahogada en la laguna más bella de estos territorios, a la que todavía llaman Mata Redonda, mientras se bañaba con sus amigas. Ellas contaron que una fiebre alta que ya traía días atrás no la abandonó y al parecer se le empeoró con el baño en la laguna, cayendo fulminada minutos después de ingresar al agua, sobresaliendo muchos extraños puntos negros en su piel que nadie había notado. Desde ese día la laguna comenzó a secarse por completo todos los veranos.
La tristeza fue tan grande en el corazón del Cacique Humo que dejó de fumar el cáñamo de las fiestas rituales por muchos meses y ya no se alimentaba como antes, ni podía conciliar el sueño, por lo que su salud comenzó a menguar a tal punto que ya se le miraban los huesos de sus costillas. Esos años de 1717 a 1719 serán recordados como los más trágicos en tierras nicoyanas, pues solo el día 12 de abril de 1717 el cura doctrinero franciscano de Nicoya, Fray Pedro de Mercado, escribió en el libro de difuntos que en esa santa iglesia enterró 63 cuerpos de indios e indias chorotegas. Eran los años de la epidemia de la viruela, la más trágica que soportaron los pueblos indígenas de La Gran Nicoya, tanto así que se atrasaron en el pago de los tributos a la Corona Española, pero gracias al informe que enviaron los alcaldes, regidores y caciques a la Real Audiencia de Goatemala, los presidentes y oidores dieron el visto bueno para que no se les cobrara esos años a los pueblos de Nicoya y comenzaran los pagos a finales de 1719.
Los 7 pueblos indígenas de Nicoya solo hablaban de “las plagas” como sus peores enemigos y la situación económica general era muy complicada, ya que los indios que se veían obligados a pagar los tributos muchas veces también eran acosados por las sequías y los constantes ataques de piratas que diezmaban los recursos para hacerle frente a estos pagos, además que algunos fornidos jóvenes chorotegas seguían siendo vendidos como esclavos a comerciantes inescrupulosos que los esposaban y los llevaban a los puertos de Perú para trabajar en las minas, de donde nunca regresarían.
Pero volviendo al Cacique Humo, el personaje de la historia que narraba el Cura Velazco, cuentan que no pudo soportar tanto dolor y muerte a su alrededor con la peste de la viruela, enfermedad que desnudó la inmunidad de su pueblo, por siglos el más saludable de la comarca y se robó la vida de casi todos los ancianos y de muchos niños. Entonces el Cacique, al sentir cercana su muerte, pidió que le acercaran el cáñamo de sus ancestros y por última vez fumó con un placer tal que nunca antes había sentido, y mientras inhalaba y exhalaba pausadamente su cáñamo, se reducía el palpitar de su corazón, y sonriendo por última vez levantó su débil mirada hacia el río, como quien suplica a su amada un último abrazo, mientras el humo que continuaba saliendo libre por sus fosas nasales y por sus oídos lo absorbió, elevó su cuerpo a unos tres metros sobre el suelo y lo hizo volar sobre el río Tempisque, hasta desaparecer en la inmensidad de sus aguas. Con su extraña partida se terminó también la costumbre de inhalar el humo del cáñamo por varios días, suplicando la lluvia para la tierra o el fin de las inundaciones. Desde entonces los viajeros que abordaban distintas embarcaciones por aquellos contornos recordaban con nostalgia que ya no se miró nunca más aquel aromático y llamativo humo blanco que expulsaban los adultos del pueblo en las celebraciones cultuales, comenzándose desde entonces a llamar aquel lugar sagrado como puerto Humo.
Profundamente conmovido con aquella leyenda chorotega, el obispo Thiel continuó pensativo su recorrido a caballo hacia Nicoya, mientras revivía en su interior la figura de aquel simpático Cacique centenario amante de la paz, que salió victorioso en todas las batallas de su vida, excepto en la que lo venció la peste de la viruela, la misma que diezmó al pueblo chorotega a inicios del siglo XVIII, cuando el Cacique Humo voló hasta perderse en el río Tempisque, donde todavía algunos pescadores suelen ver su silueta en dos ocasiones al año, al final del invierno en las fiestas guadalupanas de diciembre o días después de la Semana Santa.
Comments