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El Cacique Diriá y el barco de negros esclavizados en Playa Brasilito

Profesor Ronal Vargas Araya, 24 agosto de 2025


Allá por 1710, cuando todavía estaba en su apogeo el negocio de la venta de personas negras secuestradas en África para esclavizarlas en las colonias españolas de América, las narraciones orales cuentan del naufragio de un barco esclavista español cerca de la bahía de Brasilito, cuyo poblado está a unos 45 kilómetros de la actual ciudad de Santa Cruz, en ese entonces todavía inexistente. El barco llevaba un grupo de casi cien esclavos africanos desde Veraguas (Panamá) hasta California de México (hoy de Estados Unidos).

El antiguo Brasilito era una pequeña población indígena chorotega junto al mar que vivía de la pesca, del consumo de algunos mariscos y ostras que se criaban en sus abundantes manglares y se ufanaba de los miles de palos de brasil que celosamente conservaban y cuidaban como su mayor tesoro, por su madera rojiza como la sangre y su tamaño descomunal. Por no tener un muelle para recibir embarcaciones grandes y por estar tan alejados de otros centros de población, los españoles todavía no habían puesto sus ojos codiciosos en esta olvidada población costera, pues el comercio con el palo de brasil que enriquecería los bolsillos de muchos exportadores, en especial de la familia Viales-Briceño de Nicoya, iniciaría en Costa Rica aproximadamente hasta 1807.

La población chorotega de la Gran Nicoya había disminuido considerablemente por las condiciones esclavistas que les impusieron desde el siglo XVI, las que los conquistadores españoles cristianizaron llamándolas “encomiendas”, para no violentar las Leyes de Burgos, que prohibían esclavizar a los pueblos originarios del nuevo continente. También las enfermedades transmitidas por los españoles, las pestes, las epidemias y las penurias que sufrían al disminuir el comercio solidario que antes practicaban los pueblos indígenas, azotaron duramente a estas poblaciones, casi acabando con su población, excepto con la del pueblo indígena astuto y rebelde de Brasilito. 

En Brasilito comenzaba a reconocerse entonces la figura del Cacique Diriá, cuyo nombre lo escogieron sus padres recordando a su abuelo, que vivió por más de 100 años al norte de la Gran Nicoya, otro Cacique famoso a quien llamaban Diriangén. El pueblo gozaba en aquellos tiempos de mucha paz y prosperidad, gracias al liderazgo creativo de Diriá, que se había vuelto un experto en mantener oculta a su gente de las exploraciones que hacían los españoles y a las buenas relaciones que cultivaban con sus vecinos de Papagayo, reconocidos por ser expertos en la cacería y la pesca y por su exquisita artesanía. Algunos cuentan que en varias ocasiones las embarcaciones de soldados españoles que se acercaban a la costa, nunca notaron movimientos extraños de pequeñas pangas indígenas o chozas visibles en la playa o entre los manglares, para poder robar sus pertenencias, bajo el pretexto de cristianizarlos. La población de Brasilito aprendió a ser experta en ocultarse para poder sobrevivir en aquellos difíciles tiempos de persecución y saqueo.  

Una tarde calurosa de abril, mientras algunas mujeres recogían hermosos caracoles y perlas del mar en el sector que llamaban “la playa de arena blanca y conchas”, pudieron divisar a lo lejos la figura de un gran barco español que alzaba en llamas y naufragaba, mientras pequeñas embarcaciones rescataban a los sobrevivientes y se acercaban lentamente hacia la costa, huyendo de la tragedia. Al escuchar el Cacique Diriá de la inesperada presencia de aquellos intrusos blancos, mandó a sus vigías a ocupar las posiciones estratégicas en los puestos de vigilancia construidos entre los palos de brasil, otros hombres ocultos entre la selva y las mujeres, los ancianos y los niños en unos puestos de refugio construidos bajo tierra, bajo las raíces de grandes matapalos, donde ni los pizotes se acercaban.

Los vigías de Brasilito pudieron observar cómo las embarcaciones arribaron, pero de ellas se bajaban rápidamente unos hombres de un color blanco pálido, portando armas y látigos, y otros extraños visitantes del color de la noche, que eran mayoría y estaban encadenados en sus manos, lo que causó mucha extrañeza. Aquella noche oscura del 13 de abril de 1710 en la bahía de Brasilito se encendieron por primera vez cuatro grandes fogatas a lo largo de la playa, mientras veinte soldados españoles amarraban tres negros por palmera con fuertes sogas en el cuello, en las manos y en su cintura, y encima con cadenas en los pies, abarcando un total de treinta y tres palmeras.

Aplicando una táctica astuta del Cacique Diriá, esperaron que se apaciguaran los españoles y la tarde callera con las bellas luces de colores refulgentes en la mar, y se hicieron presentes entre bailes exóticos las 12 mujeres más bellas del pueblo de Brasilito, acercándose a los extraños visitantes con bebidas de agua de coco y ricos pescados fritos que saciaron el hambre de los visitantes, negros y blancos. Una vez que los españoles se sintieron seguros en medio de la noche y bien alimentados por aquellas hermosas mujeres que creían princesas de un pueblo hasta ese momento desconocido, procedieron a ingerir otra deliciosa bebida blanca espumante que las mujeres habían dejado en muchos guacales, junto a otros bocadillos de carne de chancho de monte, antes de retirarse. Los españoles solo lograron escuchar algo así como que era una “bebida de coyol”, imaginando que era otra especie nativa de “agua de pipa”.  Los africanos amarrados a las palmeras sintieron el fuerte olor de la chicha de coyol y sospecharon que aquellas extrañas mujeres buscaban liberarlos y pretendían emborrachar a los españoles, tal y como sucedió pronto. Fue entonces cuando el Cacique Diriá, junto a sus mejores hombres y mujeres, se acercaron a las cuatro fogatas de la playa y con mucha dificultad lograron liberar de sus sogas y cadenas a todos los negros cautivos, pues se identificaron pronto con su dolor y angustia, y los llevaron de inmediato a sus escondites bajo las raíces de los matapalos en la selva.

Al amanecer del 14 de abril, cuando los españoles celebraban el día de la pascua de resurrección, al despertarse descubrieron con asombro que los negros se habían soltado de sus amarras y las cadenas estaban tiradas en el suelo. Por más que se adentraron en la selva, y buscaron por todos los trillos las huellas que dejaban los negros esclavizados, pronto perdieron su rastro al paso del río, ya que los muchachos de Brasilito habían limpiado las huellas tras el paso de los nuevos hombres libres con escobillas del monte, mientras las muchachas del pueblo esparcían hojas de ruda, citronela, albahaca, romero y otras especies aromáticas para confundir a los exploradores. Para colmo de males la época de producción de los zapotes estaba en su apogeo, y estas deliciosas frutas apetecidas por los congos y los pizotes, se encontraban caídas a lo largo del río sin nombre, que debían cruzar a cada rato los soldados españoles, quienes en su desesperación maldijeron aquellas aguas turbias, pues creían que río arriba habían huido los africanos hacia la selva, por lo que le llamaron río zapote de los negros. 

Al no encontrar ninguna pista sobre su paradero, después de tres días de búsqueda, ni saber nada de las hermosas mujeres que los habían atendido tan amablemente el sábado santo, el capitán del barco cayó en la cuenta que habían sido engañado por los indígenas del lugar, quienes apoyaron la liberación y el escape de los negros esclavizados…fue así como comenzó a circular entre los españoles la leyenda del astuto Cacique Diriá, que les daría tantos dolores de cabeza. Con las manos vacías y con el resto de la comitiva cansada, deshidratada y con hambre, se enrumbaron hacia Nicoya, donde solicitaron ayuda al alcalde mayor para capturar a los fugitivos, con el inconveniente que, por más que buscaron por varios días, no encontraron el rastro de ni un solo negro esclavizado, llegando a la evidente conclusión que la población indígena cercana a Brasilito, donde se decía que estaban los dominios del Cacique Diriá, los ocultó y los desapareció.

Uno de los negros esclavizados traía escondido en su pantalón una raíz de malanga, y la cedió al Cacique Diriá, quien mandó a sembrarla de inmediato. Esta verdura parecida al tiquisque y originaria de África, hasta entonces desconocida en estas tierras, comenzó a cultivarse en Brasilito y desde allí se exportó por todo Guanacaste, siendo preferida en la cocina de las familias campesinas hasta nuestros días.

No se supo a dónde huyeron los hijos de África ni que pasó con posteriores búsquedas de los negros esclavizados organizadas por el Corregimiento de Nicoya, pero a partir de 1711 comenzaron a nacer hermosos niños de piel más oscura que el color moreno de los indígenas del lugar, y con el pasar de los años surgieron nuevos poblados que darían origen al noble pueblo de Santa Cruz, que se fundaría en 1772. Y del cacique Diriá, les cuento que nunca se supo cómo murió, y donde se decía que lo habían sepultado, allá por la piedra grande en la montaña mayor de Brasilito, solo se pudo encontrar junto a varias perlas y artesanía valiosa, los huesos ilesos de un gran jaguar.

 
 
 

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