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La historias del Viejo del Monte, Nicoya 3 de enero de 2020

En el barrio San Martín de Nicoya estando de cumpleaños don Álvaro Vásquez, cantautor charanguero, arreglista de guitarras y cuentacuentos improvisado, me fui de colado a desayunar a su casa y aproveché la ocasión para entrevistarlo sobre una leyenda que venía escuchando hace años, pero no terminaba de entender, y que se refería al mentado “Viejo del Monte”. De inmediato don Álvaro me corrigió y sin parar de hablar ni un instante me dijo: Mirá, eso no es ninguna leyenda, es la puritica verdad, y hay que vivirlo para que nos quede claro que el Viejo del Monte no es un mito, sino un espíritu que cuida de la naturaleza y vive en la montaña, en los animales, en los árboles… Uno siente al Viejo del Monte cuando está cerca, el mueve los matones de al lado, pero uno no lo ve, es como una ráfaga de viento, usted revisa la huella de los animales que han pasado por allí y a veces son huellas de venado, otras de cusuco o de tepezcuinte…él tiene el poder de convertirse en cualquier animal. Una vez vimos ramas de palos que se iban quebrando delante de nosotros, otras se quemaban, y hasta nos pasó enfrente, pero no lo vimos…atisbamos las huellas y eran de venado.



Un día yo me fui a camaronear al monte más alto de Colas de Gallo de Nicoya y me llevé un sobrino llamado Edgar, de la misma edad que mi hijo Cristian, que si acaso rondaba los 7 años, y meterse en esa montaña con un guilla no era cualquier pelado el que lo hacía, meterse solo daba pánico, pues todo el mundo le tenía color a la montaña, porque les daba miedo. Y yo me fui al bajo y me vine de abajo para arriba agarrando camarones, pero había unos camaronones que daban miedo, pero allá ya bastante abajo…yo me emocioné tanto porque había unos bichones tan hermosísimos, entonces dije yo, aquí no me voy a salir en buen rato, y comencé a arrasar cuanto camarón había. A pues, no me salí pronto, seguí como 100 metros más para arriba, agarrando cuanto camarón había y dejando el río como hábito de Monja, limpiecitico…y eso no le gustó para nada al Viejo del Monte. Por haber sido tan angurriento. Y me devuelvo a buscar el sendero para salir y va a creerme que no lo encuentro. Y lo busco y lo rebusco y nada que aparece…


Y seguí un poco más para arriba, buscando el sendero…Si yo le hubiera dicho al güila, búsqueme una entrada del camino, yo sé que él si lo hubiera encontrado, porque él no le estaba haciendo daño a la montaña, era yo, pero andaba tan ofuscado que ni en eso pensé. Y me decía a mí mismo, que aquí faldeado tengo que encontrar el camino, faldeado hasta cortarlo para encontrar el sendero, pero que va… se me hacían unos carrizales aplastados, viera que cosa más curiosa… Se vienen los palos y te atascan los carrizales de tal forma que no hay manera de pasarlos y como que la montaña te cierra, te aprisiona y te da esa angustia de sentirte atrapado. Usted no haya por donde pasar, viera que cosa más refea, y yo bravo pasaba por debajo de árboles y ramas caídas, y encima cargando el saco con los camarones…y ese güila atrás mío, viéndome más perdido que el chiquito de La Llorona, pero yo me hacía el maje, para que él no se me fuera a desanimar. Hasta que en una de tantas llegué a un plancito y le digo: Ya no camino más, descansemos. Me acosté. Y entonces me puse el sombrero en la cara y comencé a rezar un “Padre Nuestro” a Tatica Dios, con más fe que Santo Roque. Fijate que al instante se me vino una carajada extraña que me volvió a dar fuerza al cuerpo, que lo tenía como entumecido.


Como que le vuelven a uno las fuerzas y uno como que se endereza, se espabila y se anima un poco más, fue una cuestión bien rica. Y camino un poquito y a la parcita, como a 5 metros, divisé el camino de salida y todo se iluminó. Yo te lo cuento, carajo, pero no hay como vivirlo, es como que suelten al perro después de muchos días de estar amarrado, qué cosa más linda saber que me soltaban las cadenas que me tenían aprisionado a la montaña. Es que, una cosa es que se lo cuenten a uno y otra muy distinta haber vivido esa tensión tan brutal. Mire Edgar, allí, donde está el camino, y ahí no más cogimos el camino y yo con las patas de arrastra, porque sentía como que cargaba unas botas de hierro y no de hule, ya estaba agotado y no daba más…


Usted sabe que en Guanacaste, siempre que uno se rajaba un grito en la montaña, nunca faltaba alguien que le respondiera. Pues bien, viera esta otra historia que me pasó a mí. Me fui a montear al mentado cerro del Tajo, ese mismo que la empresa Pedregal tiene herido por sus costados, despeinándolo de toda vegetación y de toda señal de vida solo para sacar sus materiales de construcción, teniendo que cargar los nicoyanos con el peso de la contaminación visual del mal paisaje que nos dejan, con la contaminación sónica por los ruidos que producen y con la contaminación del aire por el polvo que respiran los niños de San Martín y tiene a más de uno enfermo de los pulmones.


Pues bien, iniciando los años ochenta me dice don Manuel Cordero, un señor mayor como de unos 75 años, que vivía allá por el puente a la salida de Nicoya, que él quería comerse un tepezcuinte desde hacía años, pero no encontraba con quién salir de monta. Yo le dije que sí, que yo lo acompañaba a montear. Cuando ya estábamos en el fondo de la finca me dice él: ¿Y los perrillos qué se hicieron? Entonces yo le contesto: Esos animales ya van bien lejos, ahorita cuando los oiga es que van corriendo tras un bicho. Mirá, y yo que termino de decir “los animales ahorita los oís corriendo”, cuando de pronto laten en la montaña al frente del cerro de El Tajo. ¿Y esos perrillos que suenan a los lejos?, me pregunta. Ahhh, esos son los míos, desde aquí los reconozco. Ya deben llevar un tepezcuinte, porque en esa parte de la montaña es donde se crían. Usted sabe que, según la parte que sea de la montaña, los perros agarran diferentes bichos: venados, zaínos, cusucos… Entonces me dice don Manuel: “Gritale a los perros para que sepan que aquí estamos nosotros”. Y me largo yo un fuerte grito. Apenas se escuchó el grito mío allá, viene de una vez otro grito de allá para acá…


Me replica don Manuel: “Hombé, como que hay otro carajo allá con los perros, vuélvales a gritar para que sepan que los perros son de nosotros, y que tienen que respetar lo que haigan agarrado”. Y me pego otro grito yo, y al instante me contestan el grito pero más cerquita, como por el puente, a la mitad del camino. Y sin que Manuel me diga nada yo me pego de inmediato el tercer grito, ya un poco molesto por la insolencia del que me gritaba de vuelta. Y yo que le pego el tercer grito y ya me contesta como por la entrada de San Martín, donde hoy está la tienda Ekono…a la pura parcita. Vé, por eso digo yo que el Viejo del Monte es un espíritu que existe, vea en qué instante recorrió desde allá, desde la Montaña arriba frente al Monte del Tajo, el segundo grito por el puente y el tercer grito a la par de nosotros, como a 75 metros...y todo en cuestión de segundos. Entonces me pega un golpe don Manuel y me dice: “No le grite más, que esta carajada ya me está asustando”. Entonces aparecieron los perros, que ya traían de arrastras un tepezcuinte y lo sacamos.


Don Manuel me pidió que volviera a echar los perros, a ver si agarraban otro más, y yo le dije. Mirá, no hay ni que echarlos, ellos van solitos… Y al instante ya traían otro bicho. Entonces me dice Manuel. “Álvaro, aunque ya es tarde, vamos a ir a sacar ese otro bicho de la cueva, que se vayan los perros a la casa con el tepezcuinte muerto que ya llevan en el hocico”. Ya era casi la media noche…y resulta que como a las 3 de la mañana estábamos al borde de un farallón, en un peñasco que usted ni se imagina, viera que cosa más horrible. Y no habíamos podido agarrar nada del otro tepezcuinte. Se oía a los perros que regresaron y que lo tenían aprisionado, nos acercábamos en medio de unos espinales y nada, volvíamos a escucharlos latiendo por otro lado, nos acercábamos y nada… Parecía que nos estaban agarrando de chanchos.


Eso es lo que hace El Viejo del Monte, lo pierde a uno y lo vacila. Entonces yo alcé la voz y dije: Vea don Manuel, yo ya no camino más. Yo que llevo años montando por estos cerros no conozco aquí donde estoy, nunca en la vida he pasado por este lugar tan espinado y difícil. Era un peñascón y un abismo profundo… se venían unas piedritas pequeñas de arriba, iban rodando y cuando usted escuchaba al rato POOOON, las grandes piedrotas que pegaban abajo. Viera que cosa más rara. Entre los peñascos hay un palito que se arraiga en la tierra, aunque haya cascajo, una hortiga blanca, le decimos nosotros, un palito suavecito… entonces yo me ensarté en un palito de esos, y como ellos agarran lo que viene de arriba, me hice un medio suancito y me acosté, agarré el sombrero que llevaba, le dí media vuelta y me lo coloqué en la cara y me puse a hacer oración. En eso siento que me entró como una fuerza en el cuerpo y de una vez me pongo de pie. Don Manuel permanecía sentado, medio tristón y le dije: “Si esto es natural, ahoritica lo encuevan o lo agarran los perros, y si es otra cosa, no tardan cinco minutos en venirse para acá”. Y así fue, al instante estaban los dos perros con el rabo entre las patas, chineados, caminando despacito…como castigados.


Claro, El Viejo del Monte los cuereó y los mandó para atrás. Entonces me encaramo en un palito para ver donde estábamos y puedo divisar cerquita, con la luz de la luna, un potrero que ya lo reconocí, bien lejos de la casa. Me apeo del palo, caigo en la raíz donde estaba acostado y allí mismo veo un camino de ganado que pasaba a la par. Vea que cambio más grande, desde un solemne barranco con un peñazco hasta un área donde el ganado caminaba. Entonces le digo. Sígame don Manuel, pero él decía que era para arriba y yo decía que para abajo. Me hizo caso y al final y muy cerquitica encontramos el camino de regreso….


Recuerdo otras historias del Viejo del Monte que ahora se me vienen a la cabeza. No sé si usted sabía que el único presidente que visitó Juan Díaz, Santa Elena y Naranjal de Nicoya en los años setenta fue Daniel Oduber. Y antes que terminara su período presidencial fue cuando sucedió algo que todavía sorprende a los vecinos del lugar que fuimos testigos y que los foráneos no nos terminan de creer, cuando el Viejo del Monte secuestró a dos niñas en una finca de Colas de Gallo. Yo creo que fue por culpa del descuido de sus papás, que vivían engreídos en el juego de naipe, y eso era de todas las tardes. Esa finca era de don Amancio Navarro, el papá de las niñas desaparecidas, y la compraría mi papá tiempo después. Por eso yo no puedo olvidarme de esa historia.

En aquella finca vivía un niño como de unos 6 años que era muy inteligente, pues ya sabía pelar caña de azúcar y abrir pipas, se llamaba Anselmo, y tenía dos hermanitas, una de 5 y otra de 4 años. Acordate que la gente de antes no perdía tiempo para hacer una numerosa familia.


Bueno, el güila Anselmo que no entendía esa cuestión de los naipes se fue para el cañal con sus dos hermanitas. Mientras el niño se metía al cañal para traer las cañas y después pelarlas, cortarlas en cabitos y comerlas junto a sus hermanas, llega un señor extraño donde las niñas y les dice que él conoce a Anselmo y que vive en la montaña. “Soy un hermano de ustedes, pero más grande”. Las niñas en su inocencia, sin pensarlo dos veces, se fueron con él. En eso sale el pequeño Anselmo con las cañas pero no ve a sus hermanitas. Las busca por el cañal, pero no las encuentra, por lo que supone que se regresaron a la casa. Pregunta a sus papás y estos se enfadan por su descuido y le replican que por allí tienen que andar jugando esas mocosas. Le insisten que vuelva nuevamente al cañal, las busque y se las traiga de inmediato. El niño regresa, pero su búsqueda es en vano, y con lágrimas y sollozos repite que las niñas no aparecen por ningún lado, por más que las ha buscado.

Ante su llanto desconsolado, caen las cartas de naipe bajo la mesa y se levantan todos los jugadores para emprender la búsqueda inmediata de las pequeñas niñas, pero no aparecen. Y se empieza a dar un movimiento comunal de búsqueda. Allí nomasito era todo el pueblo de Colas de Gallo, y al ratito todo Juan Díaz, y más tarde toda La Esperanza, vino gente de Cerro Negro y de Nambí y hasta de Los Ángeles y de San Juan de Santa Cruz: eran gentillales por esas montañas buscando a las dos niñas desaparecidas.


Había un señor muy bueno que se llamaba Juan Díaz, y que le decían Juan Chapín; él se acercó a su anciano padre y le dijo: “Papa, vieras que tuve un sueño, y vi a las dos niñas, yo sé dónde están escondidas. Las vi en el salto del quebradón”. Y padre e hijo se fueron de inmediato al lugar señalado en sueños. Una vez llegados, Juan Días le indica a su padre: “Aoríllese por esa poza hacia la derecha, yo voy a dar la vuelta por la izquierda y por algún lado tienen que aparecer las niñas. Y dicho y hecho. Cuando Juan llegó abajo, cerca de la poza de la caída del salto, miró hacia arriba y allí estaba la niña mayor, de pie dentro de la poza. Entonces se fue sigiloso, corriendo de a calladito y le llegó por detrás a la poza, antes que la chiquita se saliera o se adentrara más. Cuando la tomó de las manos le preguntó: ¿Qué está haciendo, niña? A lo que ella respondió: “Aquí estamos, esperando a Anselmo”… Pero la hermana menor no estaba con ella. Entonces Juan salió de la poza con la niña y se la entregó a su padre, que esperaba en la orilla.

Dirigiendo su mirada hacia el salto, Juan divisó entre una caleta en la subida a la niña menor, como a 4 metros de altura. No se mojaba porque estaba protegida en una pequeña hendidura entre las rocas, donde era imposible que un niño hubiera podido subir sin ayuda. ¿Quién la pudo trepar allí?, se preguntó consternado. Con muchas dificultades, Juan se le acercó y a duras penas la bajó, mientras la montaña daba un extraño retumbido que lo escucharon desde los pueblos vecinos. Los vestiditos de las niñas estaban rotos y la piel de sus manos y pies mostraba los rasguños propios de quien camina por horas, entre veredas, por la montaña.


Como ellos estaban solos, sin cuerdas y se les dificultaba salir de la poza con las niñas, Juan agarró el rifle que cargaba y largó un disparo al aire para llamar la atención de los vecinos. Al instante le responden con un grito los más cercanos y pocos minutos después el grupo donde estaba el padre de las niñas, con el alma por fuera ante la tragedia que estaba viviendo. Este grupo venía de recorrer un peñasco cercano muy empinado donde creían que tal vez las niñas pudieron haber caído… El papá de las niñas llevaba en sus manos amarrado a una cadena el perro de Juan Chapín. Con la contentera de haberlas encontrado, soltó al perro, que de inmediato arrancó a correr como loco, hacia arriba, a la derecha, a la izquierda y hacia el abismo y cataplúm… se fue al guindo…pero por dicha que al irse rodando se atascó en un árbol, donde fue rescatado por los vecinos. Una vez liberado, el perro de nuevo se dio a la fuga como loco y apareció en la casa de sus dueños horas después, pero ya sin la cadena… El Viejo del Monte lo había liberado.


Cuando de pronto se escuchó un ruido extraño, y un Juan Vainas de allá adentro comenzó a gritar: “Es el ti ti… Es el ti ti… Es el ti tigre, pónganle bonito”. Y todos se van encaramando en un capulín que estaba a la par, a la orilla de un barranco, para no ser devorados por el supuesto tigre, y no me lo va a creer que tanto pesaban esos condenados viejos que se desraizó el capulín y se desbarrancó con todos los que estaban arriba, saliendo varios lastimados pero ninguno de gravedad. Y el tal tigre no era más que un carajo bien gordo que venía bajando la montaña y que también andaba en la búsqueda de las niñas perdidas… ese era el famoso ti-ti, el famoso tigre.


Las dos niñas personajes de esta historia todavía están vivas, una trabaja en la bananera y la otra vive en Colas de Gallo. Ellas son de apellido Navarro Díaz, si no me equivoco. Un día le contamos esta historia a los periodistas de “Informe Once”, pero nunca sacaron la historia completa. Lo mejor que gravaron fue cuando le preguntamos a la mamá de las niñas desaparecidas para que ofreciera su testimonio, lo que ella recordara…le preguntaron si era verdad o era mentira esa historia de que el Viejo del Monte secuestró a sus hijas. Doña Dominga Díaz, que así se llama la señora, arrancó a llorar con gran desconsuelo y no pudo hablar ni media palabra. Por eso el misterio alrededor de esta historia de las niñas desaparecidas y encontradas al día después en Colas de Gallo, todavía continúa sin esclarecerse, al igual que las llamadas de atención que el Viejo del Monte sigue haciendo a todos los cazadores furtivos, los camaroneros destructores y los que irrespetan la sana armonía natural que debe reinar en las montañas guanacastecas.

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