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Leyenda de La Carreta sin bueyes


Muchas poblaciones rurales del Guanacaste de antaño eran lugares donde el principal medio de transporte eran los caballos y las carretas, acostumbradas a recorrer por pésimos caminos, abundantes de barro en el invierno y mucho polvo en el verano. En estos lugares alejados, habitados por gente sencilla y creyente, defensora de valores tradicionales, se cuestionaba seriamente que una mujer de mala reputación, a la que no pocos señalaban como bruja, apareciera de la noche a la mañana enamorada del más apuesto de los muchachos del pueblo: eso no se podía permitir jamás, porque era como juntar “agua con aceite”.


Pues bien, aquel muchacho del que hablamos se llamaba Justo Arrieta, y bien sea por sus principios cristianos o por la poca gracia física de aquella mujer, la verdad es que las oportunidades de quedarse con el apuesto caballero parecían casi nulas, pero la astuta bruja, valiéndose de artificios, hizo que aquel joven ingiriera dentro de una bebida que le ofreció, una mezcla extraña de productos con la que logró conquistarlo y así convivir con él mucho tiempo, convirtiéndolo por desgracia en una persona triste, introvertida y antisocial, semejante a ella. Algunos viejos pobladores de la provincia llamaban a esta maléfica pero efectiva bebida para amarrar “agua de calzón”.


Nadie en el pueblo estuvo de acuerdo con esta unión, mucho menos el anciano, un hombre bonachón, amigo de la familia Arrieta, que sospechaba bastante de los artificios de aquella mala mujer, denunciando en sus prédicas a quienes solicitaban sus oscuros servicios. Aún contra su voluntad, al Cura no le quedó más que realizar aquella despreciada unión matrimonial… No muchos años después el pobre Justo comenzó a padecer una rara enfermedad que resultó incurable y sintiendo cercana la muerte, pidió a su mujer que, al fallecer, su cuerpo recibiera santa sepultura en el cementerio de su pueblo natal, después de haber sido rociado por el “agua bendita” de la iglesia.


Aunque después de su matrimonio aquella malvada mujer nunca más volvió a presentarse en la iglesia, hizo un esfuerzo descomunal y fue a buscar al sacerdote para suplicarle le concediera el último deseo de su amado, que ya estaba penando su agonía. Con voz fuerte el sacerdote la echó de su presencia y le negó su petición, aduciendo a sus prácticas de la brujería, con la que alcanzaba su mala fama. Entonces la bruja montó en cólera y amenazó al sacerdote que tenía que concederle la última voluntad a su pareja “por las buenas o por las malas”, y ante la nueva negativa, se retiró de su presencia. Una vez muerto don Justo, nadie llegó a llorarlo y aquella decidida mujer enyugó los bueyes a la carreta y subió allí la caja de madera con el cuerpo del difunto, se puso su vestido más negro, agarró su escoba, su sombrero de pico y su machete y se encaminó decidida rumbo al templo parroquial. En aquellos tristes momentos el terror aumentó en la población por la caída de un fuerte y extraño aguacero con granizos, acompañado de constantes truenos, cuyos relámpagos iluminaban los caminos, divisándose rayos en la arboleda que rodeaba la iglesia, despertándose más el temor general.


Los bueyes avanzaban con rapidez entre los barriales, pero al toparse frente a la inmensa puerta cerrada de la entrada del templo, la que en otro momento hubieran tumbado con facilidad, escucharon una extraña voz desde los truenos que gritaba: "En el nombre de Dios, al templo no pasarán". Los robustos animales frenaron de inmediato, más no la malvada bruja, que soltó al aire decenas de blasfemias contra Dios, la Virgen, los santos, y de paso también contra el desconsiderado Cura y las personas que le acompañaban. Aquel buen Cura bendijo a los bueyes por haber obedecido de inmediato la voz celestial, pero hizo la cruz y le arrojó sal a la malvada bruja que no paraba de despotricar sus maldiciones.


Cuentan algunos testigos que la horrenda bruja, todavía montada en la carreta, vio como los bueyes se soltaron de su amarra y huyeron, dejando caído el yugo, que fue elevado por los aires junto a aquella carreta ya sin bueyes y junto al cadáver de Justo Arrieta, todavía dentro de la caja de madera, vagando desde entonces sin rumbo y apareciéndose bajo las noches de “aguacero torrencial”.


Desde entonces, en algunas noches de lluvia con rayería y fuertes truenos, cuando los vecinos escuchan un ruido extraño, como el lento avanzar de una carreta sin carga, los valientes que corren las cortinas de su casa, generalmente cuando las campanas replican a media noche, pueden escuchar a lo lejos como aumenta su lenta marcha, y hasta pueden divisar la carreta de la bruja pasando por las calles empedradas del pueblo; cuando de pronto, de un momento a otro, las ruedas de hierro callan su marcha, pues aquella carreta sin bueyes se eleva por los aires, guiada por la mismitica mano peluda del sisimique, que deja a su paso un nauseabundo olor azufrado, haciendo temblar hasta las piernas más jóvenes.


MORALEJA:

Ofender los valores tradicionales o religiosos de una comunidad, bien sea profiriendo palabras groseras y altaneras, mal-diciendo sus creencias o bien con actitudes contrarias y ofensivas a las buenas costumbres populares, no traerá ninguna bendición para el ofensor, sino todo lo contrario. Nunca pretendamos que se puedan atraer más avispas con un barril de vinagre que con unas pocas gotas de miel. Las palabras sabias nunca van vestidas de orgullo y altanería, de ofensas ni de burlas, sino de llamadas de atención respetuosas, oportunas, sinceras y amables, capaces de despertar los corazones más secos con la serena lluvia del “agua buena”, alejando el miedo para siempre.

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