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Leyenda de Mariano Gómez y La Mona, noviembre de 2018.

Actualizado: 21 oct 2020


El legendario lugar al que desde antaño denominan “Pueblo Viejo” de Nicoya esconde varios misterios desconocidos a simple vista de los visitantes, comenzando con su extraño nombre, pues no pocos historiadores se atreven a afirmar que allí fue uno de los primeros asentamientos de la antigua y gloriosa población aborigen de Nicoya; otros comentan que era la cuna del desaparecido cacicazgo de Nicopasaya y finalmente los más escépticos dicen que el poblado no es tan viejo como su nombre lo insinúa…

Pues, sea como sea, la verdad es que pocos montadores gloriosos se forjaron en los potreros de Pueblo Viejo y en los playones del río Morote, como lo fue el valiente Mariano Gómez, que en aquellos tiempos no hubo toro bravo que le aguantara su exquisita montada, sin terminar exhausto y derrotado. Mostraba una seguridad única desde el momento que se quedaba mirando fijamente al toro antes de montarlo y lo dominaba a placer en su recorrido por el redondel, donde el público estallaba de jolgorio no más el montador gritaba su incomprensible frase habitual: “Aflójele la PUEEEEEEERTA a esta bestia que monta este manso animal”… “Si estuviera vivo el Diablo Chingo, de seguro que lo hubiera amansado”, gritaba un mozo entre la multitud. Ante esas palabras más de alguna señora beata se santiguaba en aquel exquisito momento y murmuraba: “este hombre debe tener pacto con el mismísimo Sisimique”.


Mientras más se extendían las gestas taurinas heroicas del inmortal Mariano Gómez, con las habladurías del pueblo se encendían también las envidias, que llegaron nada más y nada menos hasta los oídos de la misma Mona, la que no contenta al asustar al vecindario con sus gritos despavoridos y sus carcajadas endiabladas, se pasó la noche corriendo sobre el arrozal fresco de Los Gómez, que prometía una abundante cosecha, dejándolo peor que zona de guerra, encendiendo la ira del gran montador, quien juró vengarse con estas palabras: “Me dejaré de llamar Mariano Gómez si no logro atrapar a esa maldita Mica y darle una tunda como nunca nadie se la ha dado”. Y así fue… Desde aquel día, y noche tras noche, oculto detrás de los coyoles, el legendario montador vigilaba amenazante y atento el paso de La Mona. En varias ocasiones le dio fiera persecución, pero aquel mítico animal siempre se le escapaba, gracias a las artimañas antiguas que confundían a su novato enemigo.


Pero “tanto va el cántaro al agua que se termina quebrando”, y hasta que por fin, en una fría noche navideña, cuando la luna llena iluminaba poco menos que el sol, el montador oculto pudo atisbarla a escasos metros y logró arrojarle una libra de sal que escondía en su morral, con tan buena puntería que La Mona calló de espaldas desde la rama donde guindaba, momento que aprovechó el valiente montador para írsele encima con un palo de duro madero negro y atestarle un certero golpe en su cabeza que la dejó atontada, ocasión propicia para darle una tunda como nadie nunca jamás lo había hecho: PLAM, PLIM, PLOM y PLUM: la Mona recibió tremendos garrotazos, que a duras penas le permitieron volver a subir al espavel junto al río, donde logró perderse en la oscuridad…


Al día siguiente, no más salía el sol para sonreír con el nuevo día al valiente montador, algunos vecinos que escucharon de la monumental pelea entre aquellos titanes, fueron de prisa a la sombra del majestuoso espavel, pero no encontraron más que ramas caídas, varios puñados de pelos, unos pocos granos de sal y un pequeño charco de sangre junto a ellos, pero no se escucharon en los alrededores los quejidos de La Mona, ni señal alguna de su rastro infernal, aunque se mostraron extrañados de un leve olor de azufre que todavía dominaba el ambiente… Los gritos de alegría y el entusiasmo se adueñaron de los consternados vecinos que llevaban años sufriendo con los desmadres de aquella infernal creatura que a no pocos los tenía penando con varios días de insomnio, a pesar de su sana costumbre de tomar un té de tilo antes de dormirse.


En medio del jolgorio popular en Pueblo Viejo, la familia Díaz amaneció con una gran preocupación, pues extrañamente la tía María que siempre había gozado de mucha salud, amaneció con muchos moretones en su piel, unas costillas fracturadas y un ataque de asma que apenas la libraba de ahogarse en sus propias flemas. Llamaron la ambulancia y fue trasladada de emergencia al hospital, donde los doctores no lograron explicarse el motivo de aquella aparente golpiza que mostraba, ya que sus sobrinas requetejuraron que ellas la vieron acostarse a las 7 de la noche sin quejarse de ningún mal, y el guarda rural de entonces aseguró que ella no tenía enemigos y en el pueblo no existía alguien capaz de lastimar aquella buena señora que con nadie se metía y ni abría la boca para no caer mal. El asunto es que por algún tiempo no se supo nada en Pueblo Viejo de La Mona, al igual que muchos meses tardó la pobre tía María para recuperarse de sus extraños males…


“No ha habido ningún montador como él”, me aseguraba Sander Quesada de Matina de La Mansión, quien también se peleaba con los toros más bravíos de entonces, venciendo El Chanchita de los Vallejos, que llevaba tres difuntos montadores en su historial, y lo montó a petición del anciano Mariano Gómez: “Móntelo, muchacho que usted sí sabe montar…me recuerda mis años mozos”, le puso las espuelas y le dio un pequeño golpe por detrás al novel montador, quien logró cansar y vencer aquella bestia taurina…


Al pasar los años, cuando ya todos los toros de Guanacaste habían reconocido su derrota anticipada ante el invencible Mariano Gómez, el famoso montador comenzó a sentirse vencido por fin, pero no por un toro, sino por el peso de los años que no perdonan a nadie, y tuvo que ser internado en el hospital de Nicoya, porque no soportaba los dolores que le salían desde lo más profundo, como de músculos traqueteados que al fin podían quejarse libremente de tantos saltos, vacíos y golpes salvajes sufridos en las montaderas.



Cuentan algunas enfermeras del hospital que en aquellas noches aparecían unos extraños perros negros que se paseaban entre la habitación del enfermo y la puerta de salida que daba a la quebrada, por donde se escuchaban diariamente los desaforados y escandalosos gritos de La Mona, como queriendo amargar los últimos días del famoso montador que la había vencido, pero aquellos perros le impedían acercarse. Como nunca antes los aullidos de los perros se entremezclaban con el aterrador crujir de La Mica y sus carcajadas infernales, celebrando que LA MUERTE se acercaba de a poco, como la vencedora en el duelo final de la vida, siendo la única que pudo derrotar al hasta entonces invencible Mariano Gómez.

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