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Foto del escritorProfesor Ronal Vargas Araya

Leyenda del Cacique Nambí. Nicoya, junio de 2020.


El antiguo pueblo de #Nicoya se preparaba a celebrar una de sus más grandes fiestas, “el día del Sol”. La plaza frente al templo del sol lucía extremadamente radiante, como pocas veces se le había visto. Apareció la penumbra del atardecer iluminando el cerro sagrado, y con la lenta caída del sol, apareció también el Cacique #Nambí, seguido de muchos nobles, cortesanos y guerreros. Cuatro sacerdotes brujos apostados en las cuatro esquinas de la plaza del sol elevaban sus incensarios, despidiendo al astro que moría y confiando que al día siguiente renacería. Tal vez con su revivir también los pueblos chorotegas tendrían una nueva época de progreso y paz.


El pueblo lanzó gritos de aflicción y un profundo silencio se apoderó de los presentes cuando el sol se apagó. Entonces los sacerdotes encendieron las antorchas que rodeaban la plaza del sol y hermosos cantos de mujeres, al son de marimbas, tambores y quijongos, acompañaron el sacrificio de la doncella escogida, cuya sangre derramada sería rociada sobre la población presente, antes que su cuerpo fuera quemado en medio de la plaza como antorcha humana. Al consumirse el fuego principal, el pueblo gritó con alegría, porque el sacrificio humano había sido agradable a los dioses…y comenzó la fiesta.


Del historiador español Fernández de Oviedo es que tenemos noticias de la existencia del famoso Cacique, cuando en 1529 le recomendó a Nambí, cacique de Nicoya, que pusiese fin a ciertos ritos de embriaguez colectiva, obteniendo del gobernante la siguiente respuesta: “... que en lo de las borracheras él veía que era malo; pero que era así la costumbre y de sus pasados, y que si no lo hiciese, que su gente no le querría bien y le tendrían por de mala conversación y escaso, y que se le irían de la tierra”.

En efecto, el espíritu nicoyano era combativo, alegre y fiestero. Si de luchar por defender su tierra se trataba, los nicoyanos eran unas fieras, pero apenas los instrumentos comenzaban a sonar y las bebidas embriagantes se hacían presentes, no había quién se resistiera. Máxime en la fiesta del sol, cuando el pueblo agradecía un año más de historia y compartían su alegría con los pueblos vecinos, rompiendo a bailar y a cantar con gran entusiasmo. Bellas mujeres, vestidas con atuendos tradicionales en sus trajes de fiesta, traían y llevaban todo tipo de comidas, hojas de tabaco que enrollaban para fumar y vasijas llenas de chicha de maíz fuertemente fermentada.


En otra ocasión, cuando el mencionado guerrero español Fernández de Oviedo reprendió al cacique Nambí porque, a pesar de haberse bautizado, seguía teniendo varias esposas y pasaba muchas noches con muchachas vírgenes, el gobernante nicoyano le manifestó: “... que en lo de las mujeres que él no quería más de una, si fuese posible, que menos tenía que contentarse una que muchas; pero que sus padres se las daban y rogaban que las tomase, y otras que le parecían bien él las tomaba, y por haber muchos hijos lo hacía; y que las mozas vírgenes, que él lo hacía por las honrar a ellas y a sus parientes, y luego se casaban con ellas de mejor voluntad los otros indios”. En efecto, en aquellos tiempos los nobles de Nicoya se sentían orgullosos que sus hijas doncellas antes de casarse estuvieran una noche en la choza del Cacique, pues tal honor era reconocido por los jóvenes más valientes del pueblo, que alababan la suerte de tales doncellas, pues eso les aseguraba que sus hijos serían grandes guerreros, por lo que, sin ningún reclamo, después las pedían en matrimonio.


Pero volvamos a la fiesta del sol, donde las doncellas más hermosas servían exquisitas comidas a los visitantes y los seducían con esa sonrisa única que tenían las jóvenes chorotegas, que sabían lucirse ante las visitas importantes, siendo el centro de atracción general, pero más del terrible Cacique Nambí, que un poco alterado por la música y el licor, paseaba su mirada lujuriosa por todos los presentes en la plaza, y con frases vulgares y gestos obscenos, asustaba a las doncellas más castas y despertaba la risa burlona de quienes le acompañaban.


Entre todas aquellas damas irradiaba, como la luna llena que revienta entre las montañas, una morena hermosa, cuyo nombre era Miri, la hija de Coyopa. Los hombres quedaban boquiabiertos al verla avanzar dando sus graciosos pasitos cortos y mostrando el bello bronceado de su cuerpo casi desnudo, equilibrando el cántaro que llevaba sobre su cabeza con el alegre compás de la música. Sin disimular, el Cacique Nambí no separaba sus pérfidos ojos de ella. Cuando la muchacha le ofreció de beber, el Cacique solo pensó en llevarla pronto a su aposento, tal como acostumbraba hacerlo con bellas mujeres que se atravesaron en sus viajes guerreros, pero la bella muchacha, sin pensarlo dos veces y ante la admiración general, lo rechazó en público, aumentando la rabia del gobernante.


Días antes el Cacique Nambí la había pedido como mujer a su padre Coyopa. Aquel noble chorotega se sintió muy honrado que el famoso guerrero descansara los ojos en su niña del alma, halagando con ese gesto a su descendencia. Sin embargo, al consultarle, la doncella se opuso, aún sabiendo la gran oportunidad que se le presentaba con ser otra esposa del reconocido gobernante, y por más que su padre le suplicó que lo reconsiderara y temblaba temiendo por su vida, ya que en Nicoya se sabía de las venganzas de aquel hombre terrible, ella se opuso una y otra vez a tal pretensión, pues en silencio sabía que su corazón lo tenía otro apuesto joven, hijo del Cacique de la cercana isla de Chira. Como Nambí se sintió humillado por el rechazo a su proposición y podría llegar al extremo de arrebatar la vida al noble Coyopa, con tal de satisfacer sus bajos instintos, Miri acercó sus tímidos labios al oído infernal del guerrero y le dijo con suaves palabras esta nada despreciable propuesta: “El día de la fiesta del sol, cuando todos se regresen, yo iré a dormir a tus aposentos”.


Al igual que años anteriores en la fiesta del sol, la embriaguez era general, y aunque sobraba todavía mucha carne asada y exquisitos bocadillos, el cansancio fue venciendo lentamente a los comensales satisfechos. Algunas señoras indígenas se acercaban a levantar del suelo a su pareja embriagada, para que amanecieran al día siguiente en su choza; otros caídos no tuvieron tanta suerte. Pero tal abundancia de licor no fue capaz de volcar al aguerrido Cacique Nambí, pues lo mantenía de pie la promesa que días antes le había hecho la dulce Miri, sosteniendo la fama de ser un gran bebedor y un fino seductor, dando honor a su nombre, que en lengua chorotega significa “perro”. Ignoraba el malvado Nambí que pocos días atrás Tapaligui, hijo del Cacique de Chira y pretendiente de Miri, estaba buscando la ocasión de atacar Nicoya y vencerlo, acordando por consejo de su amada que el día más oportuno sería el de “la fiesta del sol”, ocasión propicia para dejar burlado al cruel Cacique Nambí y después huir con su enamorado vencedor hasta la soñada isla de Chira, recuperando sus habitantes muchos tesoros que años atrás los nicoyanos les habían arrebatado.


Preocupada y temblorosa por la tardanza de su amado Tapaligui, Miri dirigía su mirada hacia la oscuridad del sendero una y otra vez, y después hacia Nambí y le ofrecía la bebida más embriagante que traía en su cántaro, guardando prudente distancia con aquel reconocido depredador que en su pensamiento ya la había hecho suya. Nambí había intentado abrazarla una y otra vez, con la excusa de solicitarle que llenara de nuevo su guacal con chicha, pero la doncella, con su astucia, lograba escabullirse entre las otras damas, que cómplicemente se atravesaban entre ella y el Cacique cuando el asunto parecía salirse de control. Con el estado de embriaguez en aumento, ya el equilibrio y las fuerzas le comenzaban a fallar al otrora poderoso Cacique Nambí, como en pocas ocasiones vencido, no por sus guerreros rivales, sino por la chicha fermentada del maíz pujagua.


Mientras tanto, Miri cerraba sus ojos, no tanto por el sueño, sino recordando sus cálidas tardes de amor cuando caminaba apresuradamente hacia la playa, donde se reunía con Tapaligui, hijo del Cacique de Chira, apuesto y valiente guerrero, cuya extraordinaria fuerza y astucia bélica le había conquistado gran fama entre los pueblos vecinos, por lo que su nombre era respetado y temido por todos, excepto por Miri, que ya había conquistado su corazón y lo tenía rendido a sus pies, haciéndolo confesar su secreto más profundo: “el día de la fiesta del Sol, cuando los nobles de Nicoya se hayan retirado y los invitados estén embriagados, atacaremos con nuestros guerreros de Chira: yo necesito que tú y tus amigas ofrezcan mucho licor al cacique Nambí y sus guerreros, para asegurarnos que no podrán repeler nuestro ataque”.


Los ojos apasionados del Cacique Nambí, aunque querían caerse de cansancio, se mantenían bien abiertos, atisbando el caminar sensual de Miri, cuyo corazón palpitaba acelerado, no por el temor a Nambí, sino por la inminente llegada de Tapaligui y sus guerreros. El Cacique una vez más la tomó de la mano y la atrajo hacia él, pero Miri, como una bella sirena del mar, se resbaló entre sus brazos y se alejó. Cansado de sus desprecios y de las miradas burlistas que le propinaban las otras doncellas, ante los chismes de algunos nobles ofuscados por lo que miraban, en un violento arranque de cólera, Nambí levantó su voz y frente a los sacerdotes brujos allí presentes decretó contra ella la condena de muerte. Los pocos guerreros que se mantenían de pie, fueron tras Miri y la trasladaron con prontitud a la piedra del sacrificio, donde fue amarrada y dada en ofrenda a los dioses, mientras su padre caía desvanecido por aquel acto despiadado. Luego el sacerdote principal arrancó el corazón de la joven y elevándolo hacia lo alto, lo ofreció al buen dios sol, secuestrado por la mala noche.


En ese preciso instante se escuchó un fuerte silbido que atravesó la oscuridad, era una flecha dirigida al corazón del principal de los sacerdotes brujos asesinos. Tapaligui hizo su aparición tardía y luego de mirar el cuerpo despedazado de su amada Miri, se abalanzó sobre el Cacique Nambí, y tras una breve lucha le dio muerte cortando su cabeza, mientras sus guerreros vencían fácilmente a los embriagados defensores de Nicoya y robaban los tesoros del templo. En aquel momento un trueno rasgó los cielos y calló en el Cerro sagrado. Espesos nubarrones cubrieron el cielo y apagaron el brillo de las estrellas, mientras el templo, la plaza y las chozas de los principales nobles nicoyanos eran incendiadas por los guerreros de Chira, después de apropiarse de los objetos más valiosos y las armas, sin encontrar la más mínima oposición de los nicoyanos que, si no dormían, sufrían los efectos de la borrachera.


Al día siguiente el orgullo nicoyano cayó abatido una vez más, en medio de la fiesta del sol, que no brillaría por largos días. Los gritos de jolgorio del día anterior se convirtieron en lamentos. La era del malvado gobernador Nambí había llegado a su triste final. Los habitantes de Chira habían dado una dura lección a los confiados nicoyanos, que en sus excesos y abusos contemplaban atónitos la destrucción de su poblado, mientras Tapaliguie y su gente disfrutaban una victoria a medias pues, aunque habían recuperado con creces los tesoros de Chira, habían perdido la principal joya, su amada Miri, cuyo cadáver sería sepultado con los máximos honores de una princesa en la montaña más elevada de Chira, desde donde iluminaría eternamente como centinela al pueblo de Nicoya y los cacicazgos vecinos, para que supieran apreciar la belleza natural que les rodeaba, sin dejarse seducir por los vicios y la corrupción. En medio del dolor, Nicoya eligió al anciano Coyopa como su nuevo Cacique, quien tomaría el nombre de Curime y daría nuevo rumbo al pueblo chorotega, haciendo la paz con sus vecinos y rescatando los aires primaverales de lo que un día fue La Gran Nicoya.

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